Entradas

,

Comunidades imaginadas

Por Nano Barbieri

La discusión del aporte extraordinario de las grandes fortunas fue un laboratorio de discursos, como cada vez que el parlamento trata temas medulares. Cada uno de ustedes tendrá una mirada sobre el tema, pero el espectáculo que brinda la representación política de los argentinos pone de manifiesto una paleta de colores bastante acotada y sobre todas las cosas desprovista de grandes sorpresas. La discusión vuela bajo, pero no por falta de formación o esas cosas que solo les interesan a los portadores de papeles. Vuela bajo porque falta imaginación. Vuela bajo porque viaja sobre las aguas estancadas de la repetición. 

Una estrategia recurrente de quienes se oponían a la retención era la de describir a los que hacen o hicieron la patria, o aquellos que, como dijo uno de los referentes de la oposición, “están trabajando hace 200 años”. Es interesante la referencia a los dos siglos porque subraya el componente aristocrático de las grandes fortunas y destruye, seguramente sin proponérselo, cualquier idea meritócrata de la acumulación de capital. 

Por otra parte, la referencia a los grandes millonarios (es importante recordar que son personas y no empresas) como motores de la economía, o como “aquellas personas que generan empleo”, presenta la discusión en términos patronales, ¿no? Presenta la pregunta del siguiente modo: ¿cómo vamos a ser tan desagradecidos de pedirles un esfuerzo extraordinario a quienes nos dan trabajo? Dar trabajo, qué expresión horrible. Lleva una tintura de filantropía que pocas veces o nunca se pone en cuestión. Olvida, en el mejor de los casos, que se trata de una relación.

Pero me voy a quedar con el concepto de patria, esa idea difusa que genera consensos masivos. Los contextos de emergencia, tumultuosos, las grandes crisis, inevitablemente recurren a la épica de la patria, esa especie de fin último que justifica los medios. Pero ¿qué es la patria? Comunidades Imaginadas, había dicho el historiador Benedict Anderson: una nación es una comunidad construida socialmente, imaginada por grupos de personas que se perciben a sí mismas como parte de otro gran grupo, una nación.

¡Qué insana envidia me provoca esa síntesis conceptual! La patria, una nación cualquiera, un país, son esencialmente propuestas de homogeneidad como vínculo político y cultural. La idea de patria resuelve la tensión entre lo universal y lo particular. Pero lo hace en un acto de imaginación y con un interés particular, de más está decirlo. ¿Qué patrias, cuántas patrias estaban en juego en ese parlamento? ¿Es acaso la hegemonía sobre la idea de patria el resultado último de las disputas políticas? Hay gente –mucha gente– que murió creyendo que lo hacía por la patria. 

La patria es también una identidad geográfica. Pero, para que esto suceda, fue necesario que quienes habitan dentro de un determinado territorio consideren que tienen más cosas en común entre ellos que con aquellos que no viven dentro de los límites de la nación. De acá para allá, hermanos. De acá para allá, amenaza. ¿Habrá en las reiteradas menciones a la patria, nuestras patrias, una idea cabal de federalismo?

Por último y retomando la cita de los 200 años, la patria tiene esa enorme capacidad, como la religión, de transformar la tragedia de una vida miserable en hermosa continuidad. Nuestra Comunidad Imaginada cuenta con un pasado inmemorial y un futuro ilimitado que permite la conexión de los muertos con aquellos que no han ni siquiera nacido aún y con los hijos de ellos también. Del esperma a las cenizas, todos llevamos la misma bandera. El revisionismo histórico se sostiene bajo esta premisa. La importancia política de delimitar aquel origen impacta en el presente como un trasplante genético. Ojo, no somos aquello que creíamos que éramos, sino esto otro que traigo acá. 

En medio del hastío que significaron muchos de los discursos que escuchamos, pienso que las reiteraciones tienen ese fundamento: consolidar una idea de patria narrada como un cuento de nunca acabar. Hay una discusión más larga y transversal a todos estos debates y es la resultante de poder desarmar los laberintos que nos llevan siempre hacia la misma puerta cerrada. En ciencias sociales eso tuvo un nombre y se llamó poscolonialismo. Como aprender a hablar otro idioma.

Luego, claro, será necesario hacer algo con ese asombro.