Elogio de la incertidumbre, del fracaso y de la espera
Por Gonzalo Marull
Está terminando un año muy particular, un 2020 en donde la humanidad toda se enfrentó a una nueva crisis, profunda y compleja.
Nos acosa el dolor, por los y las miles que han muerto. Nos acosa el temor, por el riesgo en el que todos y todas estamos. Nos acosa el estupor, por los destrozos que van desde nuestros sistemas económicos hasta nuestros sistemas de vida.
Y así estamos frente a la pandemia. Sabemos que durará un tiempo, pero no sabemos hasta cuándo. Sabemos lo que se va a deteriorar, pero no sabemos cuánto. El aislamiento y el encierro nos ubicaron en un lugar de fragilidad, de sobreexposición al trabajo y con una necesidad imperiosa de sobrevivir.
Por eso, se está terminando un año en el que, entre otras tantas cosas, sentimos que las palabras incertidumbre, fracaso y espera se transformaron en malas y peligrosas.
Cuando, en una entrevista que di para el Centro Cultural España Córdoba en mayo, le pregunté al artista plástico Elian Chali cómo llevaba la cuarentena, me contestó: “Estoy entrenando el derecho a fracasar en este encierro”. Y fue realmente una respuesta reveladora.
¿Por qué nos dan tanto miedo la incertidumbre, la espera o el fracaso?
Nuestra sociedad históricamente le ha rendido un culto muy fuerte a la certeza: el futuro siempre se ha visto como una confirmación de una expectativa; la duda nos compromete creándonos un extraño sentimiento de temor y culpa; el reconocimiento de nuestra ignorancia nos torna débiles y vulnerables; la capacidad de expresar “no lo sé y no tengo por qué saberlo” nos incrimina, limita nuestra libertad y desdibuja nuestra imagen. Desde la escuela y el Estado, pasando por la iglesia o la familia, se reverencia la certidumbre como algo meritorio y eficaz.
Dice la cineasta Claire Atherthon: “A veces nos sentimos perdidos. Cuando nos sentimos perdidos, no podemos soportarlo. Así que tratamos de encontrar respuestas. Con rapidez. Demasiado rápido. Las respuestas nos hacen sentir seguros, pero borran las preguntas. Si tenemos solo respuestas y no más preguntas, creemos que sabemos y dejamos de buscar, de movernos, de madurar. Dejamos de reflexionar nosotros mismos, dejamos que otros piensen por nosotros. Nos volvemos ciegos. Ya no nos enfrentamos a la incertidumbre. Nos hace creer que estamos a salvo, pero en realidad nos aleja de nuestros propios sentimientos, de nuestro propio ser. Es rendirse ante la vida. Tenemos que dejar de controlarlo todo. No deberíamos tener tanto miedo a lo desconocido, porque el misterio es parte de nuestra existencia”.
Y es ahí, en ese estado de extravío, donde el arte nos puede ayudar. Sí, el arte es un espacio en el que no hay nada que conocer y todo que sentir, que experimentar. Es un lugar para la sustancia misma. Si estamos dispuestos a enfrentar una película, una pieza musical, una obra de teatro, una pintura o una escultura con todo el cuerpo, para recibirla con humildad sin tratar de comprenderla enseguida, vivirá con nosotros por mucho tiempo, nos hablará, nos cuestionará, nos ayudará a relacionarnos con la realidad. El arte puede darnos una especie de equipaje espiritual que nos permita posicionarnos contra todo lo que es cruel, obtuso y primitivo. El arte puede mostrarnos la complejidad de una pregunta y la fragilidad de la respuesta. Como escribió Goethe alguna vez: “Uno nunca va tan lejos como cuando no sabe adónde va.”
Vivimos también en una sociedad que sobrevalora el éxito y lo asocia con el dinero y el poder. Una mirada algo sesgada, pero con exigencias altas que condicionan potencialmente mayores fracasos, ante la no satisfacción de la mirada de los otros y de nosotros mismos.
Hay una frase de Beckett que se hizo remera: “Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better”. (“Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”). Una frase que fue totalmente sacada del contexto “becketteano” y puesta al servicio de los que piensan solo en el éxito. Beckett en realidad nos decía que tras los sucesivos fracasos no nos espera un éxito, solo hay más fracaso. Hay una resistencia dentro de ese vacío, de ese pesimismo existencial, una resistencia que lleva a “continuar a pesar de todo”. Por eso la frase final de su trilogía decía: “Debes seguir, no puedo seguir, seguiré”. Y en ese seguir aparecerá el error nuevamente. Y el error nos vuelve frágiles. Nos vuelve humanos. Nos da vida. Hacer, por ejemplo, un tipo de arte en el que el error es absolutamente inevitable saca del trabajo cualquier idea de perfección o pureza, que están en relación con la muerte, mientras que hoy más que nunca necesitamos estar ligados a la vida.
“Lo que amo en el arte es el acaso, el accidente, el azar”, decía el genial documentalista Eduardo Couthino.
Y para dejarnos llevar por la incertidumbre y levantarnos de los fracasos necesitamos saber esperar. San Agustín decía: “No hay tres tiempos, no existe el presente, el pasado y el futuro. Hay solo un tiempo que es el presente, que se declina en tres tiempos, el presente del pasado, que es el recuerdo, el presente del presente, que es la mirada y el presente del futuro que es la espera”. El futuro es la espera.
Hay infinitas formas de espera: la que llega con el amor, la visita al consultorio médico, la espera en la estación de ómnibus, el aeropuerto o en el embotellamiento. Esperamos: a la otra persona, la primavera, los resultados de la lotería, una oferta, la comida. Esperamos la llegada del cumpleaños, del día festivo, de la suerte, del resultado del partido y del diagnóstico. Una llamada, la llave en la cerradura, el próximo acto o la risa tras el chiste. Esperamos a que cese el dolor, a que nos encuentre el sueño o se aplaque el viento. Esperar es propio de toda evolución, ya sea la gestación o la pubertad, o el acopio y la vacilación durante el acto creativo. “El titubeo antes del nacimiento”, lo llamó Franz Kafka.
El que espera imagina lo venidero, a menudo contando con la opción del vacío, por lo que la espera es nuestro primer acto cultural.
Warten, “esperar” en alemán, es, según la definición del Diccionario Grimm, un verbo que significaba “mirar a algún lugar, dirigir la atención hacia algo, atender, cuidar, guardar, perseverar”.
Esperar para poder encontrar lo inesperado. Tener paciencia, tranquilidad, confianza en la espera. Pero no de modo pasivo. En un estado de vigilia, de atención, pero que no pretenda la inmediatez.
¡Hoy las cosas se están haciendo tan rápido! Necesitamos esperar, pero todos y todas nos dicen que nos apuremos. Nuestra vida hoy es la velocidad misma, los resultados, la “eficacia”. Por eso hoy es cada vez más difícil aceptar este vacío fértil. Decía Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: “La identidad fatal del enamorado no es otra más que esta: yo soy el que espera”.
Termina el año 2020 y, desde este pequeño pero sentido pódcast de No Me Grites, quiero agradecerles por la escucha atenta y generosa, ya que creo será una de las actividades fundamentales para atravesar el 2021 de la mejor manera posible. Porque escuchar no es un acto pasivo. Primero tenemos que dar la bienvenida a la otra persona, tenemos que afirmarla en su alteridad. Luego tenemos que atender a lo que dice. Nos abrimos a la otra persona, nos exponemos a la conmoción, nos hace vulnerables. Escuchar es un prestar, un dar, un don. Ser permeables al misterio, a la incertidumbre, al peligro, a la voz del prójimo que nos hace ser finalmente lo que somos. Brindo con ustedes por un 2021 de espera, más preguntas que respuestas, escucha y una mirada que se curve y nos permita mirar y mirarnos a nosotrxs mismos. Muchas gracias.
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