¿Acaso mi plata no vale?
Por Nano Barbieri
Hace algunos meses hubo una hermosa discusión, tal vez de las más ricas, políticamente hablando, de este año-siglo que nos toca vivir. Por profunda, por incorrecta. Pasó algo desapercibida, pero a mí me pareció notable, verdaderamente de fondo y me gustaría retomarla. Tiene que ver con el significado del dinero o, mejor, con el sentido del dinero según la pertenencia social. Veamos.
Un poco de contexto. Apenas asumió el gobierno actual, se lanzó en conjunto con algunas personalidades y famosos el Plan Nacional de Lucha Contra el Hambre. Una de las acciones fue la entrega masiva de la Tarjeta Alimentar, a través de la cual el gobierno intenta aún hoy recomponer los consumos elementales de millones de personas. Acceso a la comida, básicamente. Más de un millón de familias reciben mensualmente una suma que ronda entre 4000 y 6000 pesos para garantizar la compra de alimentos. A priori, a mi manera de ver el mundo, nada que reprochar. Un paliativo elemental.
La cuestión es que esta asignación prohíbe dos cosas: el uso o extracción del dinero en formato papel, por una parte, y la compra de bebidas alcohólicas, por otra. Además, es regulado por un programa de Seguridad Alimentaria y Nutricional. Es decir, las asistencias del Estado son condicionadas por una serie de decisiones sobre los consumos y un control sobre el desarrollo de los cuerpos que forman parte del plan. Entonces, la pregunta: ¿qué cosas pueden y qué cosas no pueden los pobres comprar con ese dinero? ¿Qué “clase” de dinero se les da a los pobres?
Con el plan en marcha, Juan Grabois, uno de los más críticos en relación al tema, lo puso en cuestión y dijo: no puede haber libre mercado para los de arriba y condicionantes paternalistas para los de abajo. Es cierto: de alguna manera, las condiciones e indicaciones del estado hacia los beneficiarios consideran al pobre como un consumidor incompetente, como una persona que, librada a su voluntad, no sabría priorizar las necesidades familiares. En relación con esto, la economista Corina Rodríguez Enríquez demuestra el modo en que las condicionalidades son, en gran medida, las que habilitan el apoyo de una parte importante de la población para tomar estas medidas. Las condicionalidades dividen las aguas entre pobres merecedores y pobres que no. Y esto es algo muy bienvenido en la opinión pública.
La socióloga estadounidense Viviana Zelizer escribió en 1994 un libro fuera de la caja. El texto se llama El significado social del dinero. Ahí la autora define el “marcado social de la moneda”. La hipótesis central de la autora es que, aun cuando un dólar siempre sea un dólar, las relaciones sociales le confieren un valor diferente a ese mismo dinero, según distintos contextos y circunstancias. Así, según cómo hayan percibido el dinero, o cómo pretendan gastarlo, el dinero tiene una marca social diferente: “mil dólares ganados en el mercado de valores no se consideran de la misma manera que 1000 dólares robados en un banco, o 1000 dólares que nos presta un amigo”, dice Zelizer.
Uno de los ejemplos con los que la autora grafica esta relación proviene de un estudio del mercado de la prostitución en Oslo. Viviana mostró la existencia de una “economía dividida” entre muchas de las mujeres que usaban el dinero de la prostitución para comprar alcohol o drogas y reservaban las sumas otorgadas por los servicios sociales para los cuidados que necesitaban los hijos.
El mismo dinero, los mismos billetes. A través de las prácticas sociales, a través del poder cultural del dinero, las personas rompen lo fungible del dinero: que un peso sea igual a otro. En cierto sentido, el dinero funciona como el lenguaje y, a pesar de su configuración dura, por llamarla de algún modo, sigue estando sujeta a interpretaciones. Las personas y los grupos sociales le otorgan significaciones desiguales. El dinero, dirá Zelizer, a diferencia de su concepción monetarista, nunca es neutral.
Pero volvamos al disparador de esta columna, a la excusa para problematizar el dinero. ¿Qué “clase” de dinero se les da a los pobres? Bien, en líneas generales, más allá de esta duda planteada por Grabois, la política de la tarjeta alimentaria no fue cuestionada masivamente en su condición paternalista. Más bien al contrario, fue sostenida en las cláusulas sobre su utilización.
Ahora, en el otro extremo de la pirámide social. Olvidemos por un momento que los dólares son, como efectivamente son, una mercancía importada. Imaginemos que son, como muchos los intentan presentar, tan solo un mecanismo legítimo de preservación del valor de los ahorros. Cerremos esa grieta parcial.
Pero preguntemos, ¿cómo es posible que una medida condicionante, como es la restricción al acceso de dólar ahorro sea masivamente percibida como una medida paternalista sobre el modo de encauzar los ahorros de los argentinos? ¿Por qué una intervención sobre las libertades del uso del dinero resulta legítima y prácticamente incuestionable y la otra se presenta como aberrante y limitante de las libertades? Es la marca social del dinero, pienso que diría Zelizer. La legitimidad social del billete que hace que algunos puedan tener ciertos usos y otros no. El contexto, la circunstancia y, fundamentalmente, la condición de clase. ¿Cómo puede ser que hayamos pasado tantos años creyendo que el dinero era algo neutro, impersonal? El uso del billete dice mucho sobre la organización social.
O más que decir, como canta Bob Dylan, el dinero no habla: putea.
Buenas! Me permito postear una breve respuesta (alternativa) al interrogante de la nota.
En mi opinión, las restricciones o condicionantes respecto del uso del dinero recibido no guardan relación con su sentido, ni tampoco aluden a una pertenencia social; sino al origen de los fondos.
No es lo mismo gastar el dinero fruto del trabajo propio, que gastar el dinero fruto del trabajo ajeno. Partiendo del innegable hecho de que no hay nada que el estado dé o preste que previamente no se lo haya sacado a los contribuyentes, forzoso resulta concluir que la asignación directa e individualizada que recibe el beneficiario de este plan tiene su origen en el trabajo de otros individuos.
Ahora, es cierto que la ética de la emergencia nos dice -con toda razón- que toda situación extrema hay que cubrirla con un rol subsidiario. Es un paliativo necesario, sí, pero ello no quita lo que realmente es, una donación. En este caso concreto, una donación con cargo.
Lo mismo le sucede a empresas que reciben subsidios por parte del estado (que constituye un privilegio con respecto al resto de las empresas que no reciben igual tratamiento, y cuyo origen de los fondos es el mismo, es decir, el dinero de los contribuyentes) donde -casi invariablemente- junto a esa asignación se le imponen condiciones que tienden a asegurar el destino buscado.
Que quiero decir con esto: En primer lugar, que no se alcanza a ver ninguna “cuestión de clase”, y en segundo término, en ambos supuestos, ya sea que se trate de individuos o empresas, no serían derechos, sino “donaciones”
Pareciera ser que la mayoría de las prostitutas de Olso lo tienen claro.
Lo que sí resulta inadmisible es que una persona no pueda ser libre de elegir en que quiere gastar o invertir el fruto de su trabajo, ya sea en figuritas de Mazinger Z, alcohol, o cualquier otra cosa, sin importar quien o donde se fabrique.
Tengo la impresión de que cuando Grabois alude al “libre mercado”, en realidad se está refiriendo puntualmente a este derecho de libre elección. Estoy convencido de que si el dirigente social se permitiera ver qué significa el “libre mercado” (algo muy deteriorado en nuestro país, y que explica parcialmente nuestra decadencia) y constatara los descollantes beneficios que le ha reportado a la humanidad en su conjunto, lo abrazaría con todas sus fuerzas, en protección -precisamente- de los más vulnerables.
Abrazos.